Lautaro y la historia que nos une


por GUSTAVO ESPINOZA M. 
Del colectivo de dirección de Nuestra Bandera

Es sorprendente cómo, con todas sus diferencias, se parecen los acontecimientos de la historia, cómo se repite el accionar de los hombres y de los pueblos, cómo los acontecimientos asoman una y otra vez en el escenario, y cómo las luchas se asemejan unas a otras, en el tiempo.

En los años del Imperio Incaico, los pueblos se hermanaban en el trabajo cotidiano y en la construcción de una sociedad acorde a los requerimientos de la época. Los distintos grupos étnicos se acercaban o se alejaban, según la circunstancia, aunque libraban guerras entre sí en procura de afirmar su espacio y sus posibilidades de desarrollo.

Pero sus enemistades transitorias no podían ocultar un origen común: Eran poblaciones nativas unidas por la tierra, y la esperanza. Y ambos elementos les ayudaban a vivir en paz, poniendo sobre todo por encima la causa de los suyos.

Los quechuas y aymaras en nuestro suelo, y los mapuches y araucanos en las tierras del sur de nuestro continente, tuvieron vínculos de hermandad a través del tiempo,  aunque procesaron también enfrentamientos puntuales vinculados a la hegemonía y el control territorial. Pero la suerte de unos y otros se amalgamó cuando arribaron los conquistadores españoles a este rincón del mundo, sedientos de poder y de riqueza.

Entonces nuestro suelo común -las tierras del Imperio desde el río Pasto en Colombia hasta el Maule, en la Capitanía General de Chile- fue escenario de cruentas batallas, y de fulgentes heroísmos.
Si tuvimos los peruanos figuras de carne y de leyenda -como Manco II, que mantuvo en alto la resistencia al Poder invasor en las fortalezas del valle del Vilcabamba- en la zona del sur del continente hubo una imagen que siempre evoca la historia: Lautaro, o Lef Traru, como se le llamó originalmente.

Nació en 1534, cuando ya los españoles habían afirmado su poder en nuestro suelo. Al año siguiente Pizarro, fundaría Lima, y poco después Diego de Almagro partió en busca de tesoros rumbo al sur, con sus hombres, al mando del conquistador Pedro de Valdivia.

Estaba Pedro de Valdivia en Chile cuando capturó a Lautaro – entonces un niño de 11 años- al que llevó a su campamento para educarlo en el espíritu del dominio y la conquista.

Lautaro fue un alumno aprovechado. Observador perspicaz, joven de buen juicio y poco verbo; fue aprendiendo a vivir en las condiciones en las que se hallaba, mirado con desconfianza y vigilado siempre.

El Mapuche se hizo jinete y aprendió las lecciones de la guerra. Pero también otras artes: mirar a trasluz, disimular sus sentimientos, encubrir sus designios, ocultar sus penas, fortalecer sus convicciones, acerar su espíritu y amar a su pueblo. Y aprendió, además, el arte de mandar hombres.

Cuenta la historia que en 1552, luego que en Andaluén y Penco los conquistadores derrotaran a las poblaciones nativas, torturaran salvajemente y mataran luego a quienes cayeron en sus manos; Lautaro optó por huir del campamento de Valdivia y se presentó ante los vencidos para compartir su atormentada historia. Allí fue recibido por otra figura de leyenda, el Cacique Colo Colo, quien lo admitió venciendo los recelos y le dio la inmensa tarea de instruir a los Lonkos, sus soldados.

Lautaro y su prometida Guacolda, que lo acompañó en su infancia, en su fuga, su lucha y hasta en su muerte; se dieron de lleno a la misión de preparar la resistencia nativa al Poder Español.

Fue ese un periodo que fueron abordadas las más diversas enseñanzas propias de la guerra. En ella, Lautaro se mostró como un estratega de polendas y un instructor excepcional. Ambas virtudes le permitieron afirmar su liderazgo y luchar decididamente por la causa de su pueblo.

Los nativos sostuvieron numerosos enfrentamientos con los invasores. Los derrotaron varias veces. Y afirmaron su poder no sólo gracias a sus virtudes guerreras, sino también a su generosidad sin límite y a su admirable capacidad de sacrificio. Alonso de Ercilla nos hablo de esta guerra en “La Araucana”

En ella se recuerda que los Mapuches solo fueron transitoriamente vencidos por la superioridad en armas, pero también por la traición. En 1557 Lautaro cayó combatiendo a los españoles con la espada que le arrebatara a Valdivia en las manos. 

Aún hoy -y pese al tiempo transcurrido- su nombre simboliza una causa -la del pueblo Mapuche- que se enfrenta en las condiciones más adversas a los herederos de la corona que gobiernan un país convertido en República, pero administrado por los (casi) viejos encomenderos de la Corona.

Por eso, en su homenaje, Pablo Neruda, una de las figuras más altas de la poesía latinoamericana al lado de nuestro César Vallejo, en su célebre “Canto General”, ubica a Lautaro en sus páginas de inspirada creación. Y escribió, en a él, esta bella estrofa en la que relata sus años de infancia y aprendizaje, sus dolores y su tragedia, su rebeldía y sus luchas, sus objetivos de vida y su esperanza.

Este poema de calidad excepcional me fue recordado recientemente por un periodista chileno,  amigo mío y hombre de combate. Y dice así

Poema: “Lautaro
(La educación del Cacique)

Lautaro era una flecha delgada.
Elástico y azul fue nuestro padre.
Fue su primera edad sólo silencio.
Su adolescencia fue dominio.
Su juventud fue un viento dirigido.
Se preparó como una larga lanza.
Acostumbró los pies en las cascadas.
Educó la cabeza en las espinas.
Ejecutó las pruebas del guanaco.
Vivió en las madrigueras de la nieve.
Acechó las comidas de las águilas.
Arañó los secretos del peñasco.

Entretuvo los pétalos del fuego.
Se amamantó de primavera fría.
Se quemó en las gargantas infernales.
Fue cazador entre las aves crueles.
Se tiñeron sus manos de victorias.
Leyó las agresiones de la noche.
Sostuvo los derrumbes del azufre.
Se hizo velocidad, luz repentina.
Tomó las lentitudes del otoño.
Trabajó en las guaridas invisibles.
Durmió en las sábanas del ventisquero.
Igualó las conductas de las flechas.

Bebió la sangre agreste en los caminos.
Arrebató el tesoro de las olas.
Se hizo amenaza como un dios sombrío.
Comió en cada cocina de su pueblo.
Aprendió el alfabeto del relámpago.
Olfateó las cenizas esparcidas.
Envolvió el corazón con pieles negras.
Descifró el espiral hilo del humo.
Se construyó de fibras taciturnas.
Se aceitó como el alma de la oliva.
Se hizo cristal de transparencia dura.
Estudió para viento huracanado.
Se combatió hasta apagar la sangre.
Sólo entonces fue digno de su pueblo

Luego de leer este poema y reflexionar un poco acerca de la historia, bien podríamos preguntarnos si en nuestro país, Ollanta Humala no habrá recogido también un poco de esa herencia. Asumiéndola con humildad y sabiduría podrá, sin duda, ser digno de su pueblo (fin)